Pero es quizás la presencia viva, tangible e inquietante de
sus muchos volcanes: el Volcán Nevado del Ruiz, de infausta recordación; el
Pirañas, la Olleta, y los dos edificios volcánicos del bello y estremecedor
Cerrobravo, cuyas cumbres se han convertido en los vigías imperturbables de
nuestros sueños y nuestros actos, por lo que el paso del tiempo ha hecho de mí
un adorador y un ser respetuoso de los volcanes. Por ello en uno de los
anaqueles de mi biblioteca familiar, están al alcance de la mano varios libros
sobre el tema, enfatizando su hechizo y su poder: Al pie de un volcán te
escribo, de la mexicana Alma Guillermo Prieto; Bajo el volcán, el celebrado
texto de Malcolm Lowry; El amante del volcán de Susan Sontag, Los convidados
del volcán de
Antonio Saravia y El Mapa preliminar de amenaza volcánica
del Volcán Cerrobravo, de María Luisa Monsalve, entre otros. Pero no es sobre
los volcanes ni sobre sus efectos devastadores que quiero concentrar el placer
de estas líneas. Creo prudente alertar al lector sobre mis excesos de poesía,
el atribuirle a la presencia de los volcanes que coronan estas montañas, el
poder de encantamiento y de fertilidad artística que conlleva la tierra que
menciono y desde la cual escribo y, la misma que para propios y visitantes, se
oculta con discreción bajo el ropaje de las seis letras que conforman su
nombre.
Como suele suceder con las literaturas cuyas páginas nos siguen hechizando a pesar del tiempo, el embrujo de estas montañas, también es eterno.
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